sábado, 25 de agosto de 2012

La particula de Dios

La partícula DE DIOS

Ya tenemos en las manos, aferrada firmemente, la llamada Partícula de Dios. ¿Es que existe alguna que no lo sea? ¡Ya llegamos al final! ¡Ahí, en ese diminuto palpitar, está todo el misterio del universo! Recuerdo una física llamada Mecánica, corrían jóvenes mis años, que me lo explicaba todo; aquel profesor, León, de bata blanca y larga, me hizo saber que no había nada más pequeño que el átomo, nada después, nada más allá. Aquél era el límite del universo hacia adentro. La Mecánica, ahora, es Cuántica: la de todas las respuestas y la de nuevas dudas. Esta partícula Divina lo será, acaso, porque de su mano se nos lleve, humildemente, a otro formidable universo de interrogantes; como sucede, invariablemente, con cada adentrarnos en el inacabable misterio de lo desconocido. Hemos encontrado una joya preciosa, un instrumento de iridio, en el huequito de apenas un metro de profundidad del excavar del hombre hacia la verdad de sí mismo. ¿Qué es toda ciencia, toda filosofía, toda religión, sino un grave inquisitorio hacia nuestro origen y nuestro fin, en los que poder apoyar este hoy hermoso, sorprendente, y un poco aterrador, en el que plantamos nuestros esfuerzos, nuestros ensueños y nuestras agónicas inquietudes? Cada paso hacia la verdad es una demostración de la frágil debilidad de nuestra ignorancia. Y es hermoso que así sea.  El absurdo lo constituiría el arrebatarnos la sublime posesión del asombro. Existe una partícula más pequeña que el átomo: el Fermión de Majorana. Los Bosones difieren significativamente de esas partículas subatómicas en que no hay límite al número que pueden ocupar en el mismo estado cuántico. Se rigen estos simpáticos Bosones por la llamada Estadística Bose-Einstein, brotada de la colaboración entre el eminente físico indio Satyendra Nath Bose, y el admirado físico teórico creador de la relatividad. De Einstein, a Fermi y a Dirac que rastrean en el principio de exclusión del físico austríaco Wolfgang Pauli (dos partículas-fermiones idénticas no pueden ocupar el mismo estado cuántico al mismo tiempo), a Higgins; al Gran Colisionador de Hadrones de la Organización Europea para la Investigación Nuclear, que se zambulló, con resonante éxito, en la búsqueda de la partícula teórica de Higgins. Esta brizna de la naturaleza, esté ínfimo corpúsculo, estaría supuesto a explicar el origen de la masa, y quizá alcanzaría a unificar en una sola teoría las cuatro interacciones fundamentales de la naturaleza. También en ello, iconoclastas de los dioses griegos, derribados aire, tierra, agua y fuego, hemos entronizado las fuerzas gravitatorias, electromagnéticas, y nucleares (fuertes y débiles), nada poéticas. ¿Qué deidades coronarán el Olimpo científico en otros dos mil quinientos años? ¿Qué es, en definitiva, el divino Bosón de Higgins? Lo desconozco. Lo ignoran todos. De saberlo a plenitud, lo llamarían la partícula del hombre. Es un paso maravilloso, una coronación más al noble esfuerzo del espíritu humano, aunque un paso pequeñito en lo insondable. Existe, de la piel hacia afuera, un inmensurable mundo de universos al que apenas nos hemos asomado.                                                                                                                                                                                                   Existe, del corazón hacia adentro, un cielo de cada vez más diminutas galaxias donde res   ide, cerca de sus estrellados límites, el creador de las partículas. Allí laten todas las respuestas; de su rubio granero se nutren los colosos del pensamiento, los que mañana enriquecerán en alguna medida nuestra ignorancia, al mostrarnos que dentro de los fermiones y bosones palpitan, vibran y se sacuden, las sub-partículas de las sub-partículas, que darán a los nietos de nuestros nietos ocasión de descubrir los infinitos hacia afuera, infinitos hacia adentro; y con ellos, la preciosa, interminable oportunidad de hacerse más y más preguntas; todas resueltas ya en el mágico relato de los seis días que empleó Dios en regar de interrogantes nuestros caminos, antes de recostarse a descansar plácidamente. Curiosos, inquisitivos, nos rebosan las manos los gozosos afanes


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